Durante décadas, el traje de dos piezas fue un uniforme exclusivo del poder masculino. Asociado a ejecutivos, políticos y figuras de autoridad, la sastrería fue mucho más que una elección estética: era una declaración de estatus, control y pertenencia al mundo público. Sin embargo, en los últimos años hemos sido testigos de una silenciosa (y elegante) revolución: el auge de la sastrería en el armario femenino. No solo ha dejado de ser un símbolo de rigidez o formalidad, sino que se ha transformado en una manifestación de poder, confianza y versatilidad en clave femenina.

 

 

El blazer, en particular, ha pasado de ser una prenda estructurada y sobria, a convertirse en una pieza clave del guardarropa contemporáneo. Oversize o entallado, en tonos neutros o llamativos, sobre crop tops o sin nada debajo, el blazer encarna hoy una idea de sofisticación relajada que desafía los códigos tradicionales. Es interesante pensar cómo una prenda diseñada originalmente para reforzar el cuerpo masculino -marcando hombros, ocultando curvas, proyectando autoridad- se ha resignificado en el cuerpo de las mujeres como símbolo de autoafirmación y autonomía.

 

 

 

Este fenómeno no es solo una tendencia estética, sino también un reflejo cultural. La apropiación femenina de la sastrería responde, en parte, al power dressing que emergió con fuerza en los años 80, cuando figuras como Margaret Thatcher o las ejecutivas de Wall Street adoptaron trajes como armadura frente a un mundo empresarial dominado por hombres. Pero a diferencia de esa época, en la que las mujeres parecían tener que “disfrazarse” de hombres para ser tomadas en serio, hoy la sastrería se adapta al lenguaje corporal y estético de las mujeres. Es más fluida, más creativa y más libre.

 

 

Ver a una mujer con traje puede tener tanto impacto como un discurso político. Especialmente cuando esos trajes no buscan esconder el cuerpo, sino empoderarlo. Hoy vemos cómo el traje se descontextualiza: ya no es exclusivo de la oficina, ni del podio, ni del protocolo. Se lleva con zapatillas, con sandalias, con tops de encaje o con joyas maximalistas. Esta mezcla de lo masculino con lo femenino, de lo rígido con lo relajado, habla de un presente donde los límites se difuminan y las prendas ya no pertenecen a un solo género ni a una sola función.

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