Si algo tiene la temporada de premios, sobre todo cuando llega a su recta final, es que casi siempre se ve salpicada por alguna polémica que puede llegar a condicionar las votaciones. Este año, la controversia gira en torno a un factor que no está frente a las cámaras, pero que parece haber entrado con fuerza tras bambalinas: la inteligencia artificial.
Películas nominadas como The Brutalist, A Complete Unknown, Dune: Parte II y Emilia Pérez, han generado un debate ético y artístico debido al uso de inteligencia artificial en su postproducción. La discusión no es menor, sobre todo cuando el nivel de competencia está en su punto más alto y cada detalle cuenta.
En el caso de The Brutalist, una de las favoritas en varias categorías, se utilizó inteligencia artificial para perfeccionar los diálogos en húngaro, logrando que sonaran más auténticos. Por otro lado, en Emilia Pérez, el software ayudó a mejorar el rango vocal de Karla Sofía Gascón en las escenas musicales. Estos ejemplos, aunque innovadores, han llevado a algunos críticos y cineastas a cuestionar la «justicia» de estas prácticas en un marco competitivo como los Oscar.
Resulta inevitable preguntarse: ¿Hasta qué punto es justo juzgar en igualdad de condiciones una interpretación o una producción que ha sido mejorada por un componente no humano? Si bien el cine siempre ha sido un espacio para la experimentación, la introducción de la inteligencia artificial plantea un nuevo paradigma que podría redefinir la forma en que entendemos el talento artístico.
Los defensores del uso de la inteligencia artificial argumentan que estas herramientas no sustituyen al talento humano, sino que lo complementan. Sin embargo, los más críticos sostienen que estos «mejoramientos» podrían dar ventajas desleales frente a producciones que no tienen acceso o eligen no recurrir a estas técnicas.
El dilema no tiene una respuesta sencilla. La inteligencia artificial está aquí para quedarse, y es probable que su papel en la industria cinematográfica crezca en los próximos años. Pero, mientras tanto, queda en manos de la Academia decidir si este tipo de intervenciones tecnológicas deben regularse o, al menos, transparentarse.












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